Tras el fin de la Primer Guerra Mundial el conjunto del movimiento
futurista en Italia se debilitó ya que muchos de sus protagonistas perecieron
en el frente (al que, por cierto, se dirigieron encantados por participar en el
conflicto bélico). Incluso el propio Russolo regresó de él con diversas heridas
en la cabeza.
En los años posteriores a la Guerra, Marinetti y otros futuristas
comenzaron a tomar un cariz más político, fundando en 1918 el Partido
Futurista. La ideología política del futurismo era inicialmente una amalgama de
propuestas radicales que tanto se podían relacionar con el fascismo como con el
socialismo tecnócrata o el anarquismo, aunque, aparentemente, era más cercana a
estas dos últimas opciones. Las raíces más profundas de la filosofía de los
futuristas partían principalmente del decadentismo, en cuanto a rechazo de la
sociedad y moral burguesas, y el vitalismo de Nietzsche; dos influencias que
pueden generar (por sí solas o combinándolas) lecturas muy distintas e incluso
contrarias. El elemento determinante que hizo decantar la balanza en el
futurismo italiano fue el imperante sentimiento nacionalista de los futuristas
y, en especial, de Marinetti. De modo que tras regresar de Fiume con el
patriotismo ennaltado, el Partido Futurista se unió a los arditi para fundar
los Fasci Italiani di Combattimento a partir de 1919, en el momento de la
escalada de poder del fascismo en Italia.
La estrecha relación con Mussolini llevó a los futuristas, ya más
cargados de ideas que de producción artística y cultural, a tomar cierto grado
de oficialidad con respecto al posterior Estado fascista italiano. No obstante,
el futurismo nunca llegó a ser el arte promocionado del Fascio, ya que este
(junto con los otros dos grandes totalitarismos europeos, el nazismo y el
estalinismo) definió su estética en corrientes clásicas, rechazando las
vanguardias. El neoclasicismo, por su apariencia de orden, fue el movimiento
que más atrajo a los estados totalitarios para generar una estética propia, a
pesar de que, en realidad, se trataba asimismo de un movimiento de vanguardia.
Fue, además, la vanguardia en auge tras la Gran Guerra, predominando en el
mundo cultural durante la década de los veinte en Europa. El resto de
vanguardias artísticas quedaron interrumpidas y no volvieron a reemprenderse
hasta la segunda mitad del siglo XX.
Russolo, más cercano a las corrientes izquierdistas del futurismo,
comenzó a perder contacto con sus antiguos compañeros, de los que de distanció.
Reemprendió, no obstante, su investigación en la creación de nuevos instrumentos cada vez más sofisticados. El resultado de ello fue el
perfeccionamiento del entonador de ruidos y el Russolophone, que combinaba la
máquina de ruidos con un teclado.
Estos instrumentos vieron la luz en 1921 en París en una serie de
actuaciones a las que acudieron jóvenes compositores atraídos por la idea de
ruptura con la instrumentación tradicional. Entre estos se cuenta que acudieron
Darius Milhaud, Ravel, Arthur Honegger y Edgard Varèse.
La crítica una vez más respondió escéptica ante el ruidismo de Russolo,
el cual incluso se tomó como una broma. Pero ello se debe a que se trata de la
fase más primitiva, aunque necesaria, de la incorporación del ruido en la
música. Russolo mismo no era músico de vocación, de modo que sus obras
musicales carecen de un valor artístico importante. No obstante, su labor fue
la semilla que germinó en los jóvenes compositores que revolucionarían la
música en la segunda mitad del siglo XX, mediante la aparición de la música
concreta y las primeras experiencias con la música electrónica.
Durante la Segunda Guerra Mundial todos los intonarumori (un total de 27
aparatos distintos) construidos por Russolo fueron destruidos quedando hoy en
día tan solo imágenes fotográficas y las anotaciones de su creador.
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